miércoles, 12 de julio de 2023

 

AZÚCAR

Me invaden susurros de nostalgia y recuerdos de niñez al revivir los meses de vacaciones pasados en Romanillos de Atienza, un pequeño pueblo de la Guadalajara profunda en el que nació mi madre y vivía mi abuela. Asentado en un valle con buena ventilación, de clima frío, rodeado de campos verdes y altos álamos a ambos lados de la carretera se asienta el pueblo,  con sus casas bajas de amplios portales. En las tardes se daban cita mujeres y niños para realizar múltiples tareas en los citados portales: zurcir descosidos, hilar la lana, hacer calceta, jugar a las cartas o recoger la ropa tendida mientras escuchaban por la radio la novela. De pequeño, durante los años 60, tuve la oportunidad de pasar algunos veranos en ese mundo desconocido bajo el cuidado amoroso de mi abuela. En aquel lugar, lejos de la gran ciudad en la que solía vivir, no había luz ni agua corriente, ni baño; era un refugio alejado de las comodidades habituales. En medio del pueblo una amplia plaza acogía la fuente mayor, con dos caños de buenas aguas a la que todos acudíamos para llenar el botijo, el cubo o la  tinaja y de ese modo tener agua en casa.  También había un abrevadero para las caballerías en el que nadaban los renacuajos entre las algas que se formaban en el fondo. A un lado, se erguía la iglesia bajo la advocación de San Andrés Apóstol,​ de estilo románico rural, que data del siglo XIII. La Iglesia contaba con un cura y un sacristán, vestigio de tiempos mejores, con varios retablos barrocos de dorados reflejos y hermosas imágenes vestidas por los vecinos con bordados y piedras semipreciosas.  Su alto campanario era una invitación para que los chicos probaran su fuerza y puntería tirando piedras a la campanas.

Al fondo de la plaza se alzaba un muro, el frontón, donde los mozos jugaban a la pelota mano o pelota vasca. Las reglas básicas del juego son muy simples. La regla principal es que la pelota tiene que chocar contra la pared frontal a una cierta altura, y después un jugador del equipo contrario tiene que devolver la pelota, pegándole con la mano abierta, mientras está en el aire o después del primer bote. La pelota, lejos de ser blanda como una pelota de tenis era muy dura, estaba hecha de madera, cubierta por capas de látex y lana, rematada por una capa de cuero. 

Frente a la Iglesia se encuentra la taberna en la que el vino es la bebida estrella . Había otras dos pequeñas tabernas, una al principio del pueblo y otra  más al interior, las tres venden productos de primera necesidad, aunque el pan y las cocas las hace cada uno en un horno comunitario. De tanto en tanto llega un camión a la plaza seguido de un reguero de niños voceando. El pregonero se encarga de recorrer el pueblo avisando con su trompeta a los vecinos que, por orden del Sr. Alcalde se hace saber que en la plaza se vende fruta, prendas de vestir, cacharros, objetos de mercería, o cualquier otra cosa que hubiera llegado en ese momento.

El pueblo más cercano para poder comprar la mayoría de cosas es Atienza y dado que el único medio de transporte era a caballo, podía tomar un día llegar hasta allí. Esto hacía que el pueblo estuviera bastante aislado, especialmente en invierno, cuando la nieve cubría todo con su manto blanco.

Años después, regresé al pueblo y, al volver de un paseo, al fondo de un armario de mi abuela, donde los recuerdos se entrelazaban con el aroma a madera vieja y la magia de los tesoros olvidados, encontré entre tebeos, periódicos, revistas y cajas polvorientas, retazos del pasado. En el bolsillo de un abrigo olvidado, descubrí un puñado de caramelos, dulces joyas envueltas en papeles de colores brillantes que despertaron sonrisas. Cada caramelo era un fragmento de momentos felices: tardes de verano al sol, risas en compañía de amigos, juegos interminables, instantes llenos de alegría y complicidad, sabores de mi infancia llamando a mi puerta.

Una rebanada de pan con aceite y azúcar despertó mi paladar y me transportó a esas tardes soleadas en la cocina de mi abuela. Recordé la caricia cálida del pan crujiente y el dulzor suave del azúcar que se derretía en mi boca. Aquel bocado sencillo pero lleno de amor se convirtió en un símbolo de los momentos compartidos en la calidez del hogar.

Junto a la rebanada de pan, imaginé una manzana cubierta de azúcar quemado, un tesoro de un rojo resplandeciente que capturó la emoción de los días de feria en el pueblo. La capa crujiente de caramelo reflejaba las risas y los juegos entre las atracciones y sus luces de colores vibrantes. Cada mordisco desvelaba no solo la dulzura de la manzana, sino también la añoranza por los días de inocencia y alegría sin preocupaciones.

También recordé la coca, las madalenas y las rosquillas que hacía mi abuela en el horno del pueblo, un símbolo de celebración y unión familiar. Aquellas rosquillas con sabor a anís y llenas de historia estaban rebozadas con un generoso puñado de azúcar, que destellaba como pequeños cristales bajo la luz. Cada bocado evocaba las fiestas en las que las risas resonaban en el aire y los abrazos eran el ingrediente secreto de cada receta.

Mientras exploraba aquellos recuerdos culinarios, comprendí que esos sabores y aromas no eran simplemente alimentos, sino fragmentos de mi historia personal. Cada bocado era una puerta a los momentos compartidos con mi abuela, las risas en las ferias y los dulces en las celebraciones familiares.

Con los tebeos y los caramelos en mis manos,  tuve que llevar esos recuerdos y sabores en su camino hacia el futuro. Porque, aunque el tiempo se desvanezca y las circunstancias cambien, los sabores y los recuerdos perdurarán, manteniendo viva la esencia de la infancia y el amor que se entrelaza en cada bocado de dulzura.

 


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