AZÚCAR
.Me invaden susurros de nostalgia y recuerdos de niñez al revivir los meses de vacaciones en Romanillos de Atienza, el pequeño pueblo de Guadalajara donde nació mi madre y vivía mi abuela. Ubicado en un valle de clima frío y rodeado de campos verdes, el pueblo se extendía a ambos lados de la carretera, flanqueado por altos álamos y casas bajas de amplios portales. En aquellas tardes, las mujeres y los niños se reunían en los portales: zurcían descosidos, hilaban lana, jugaban a las cartas, recogían la ropa tendida mientras escuchaban la novela en la radio. Era un espacio compartido, lleno de vida cotidiana y sencillez.
Durante los años 60, tuve la oportunidad de pasar algunos veranos en ese mundo remoto, bajo el cuidado amoroso de mi abuela. Aquel lugar, lejos de la gran ciudad, era un refugio sin luz eléctrica, agua corriente ni baño, donde el tiempo parecía avanzar a otro ritmo. En el centro del pueblo, una amplia plaza acogía la fuente mayor, con dos caños de aguas claras donde todos llenábamos el botijo o la tinaja para tener agua en casa. A un lado de la plaza, se erguía la iglesia de San Andrés Apóstol, con su alto campanario que invitaba a los niños a probar su puntería tirando piedras a las campanas.
Frente a la iglesia se encontraba la taberna, donde el vino era la bebida estrella. Otras dos pequeñas tabernas en los extremos del pueblo vendían productos de primera necesidad, mientras que el pan y las cocas las hacían en un horno comunitario. De vez en cuando, llegaba un camión a la plaza, seguido de niños vociferantes, y el pregonero recorría las calles avisando con su trompeta que había llegado fruta, prendas de vestir o cacharros de mercería.
Los años pasaron y, al regresar un día al pueblo, el tiempo parecía haberse detenido. Mientras exploraba el armario de mi abuela, donde los recuerdos se entrelazaban con el aroma a madera vieja y los tesoros olvidados, encontré entre tebeos y cajas polvorientas un puñado de caramelos. Esos dulces envueltos en papeles de colores brillantes despertaron en mí sonrisas y fragmentos de momentos felices: tardes al sol, risas con amigos, juegos interminables, sabores de mi infancia.
Una rebanada de pan con aceite y azúcar trajo de vuelta esos recuerdos. La caricia crujiente del pan y el dulzor suave del azúcar que se derretía en mi boca evocaban esas tardes soleadas en la cocina de mi abuela. Aquel sencillo bocado, lleno de amor, se había convertido en un símbolo de los momentos compartidos en la calidez del hogar.
Con los tebeos y caramelos en mis manos, comprendí que esos sabores y recuerdos no eran simplemente fragmentos del pasado. Cada bocado, cada dulce envuelto en papel, era una puerta a los momentos compartidos, una promesa de que los recuerdos perdurarían, manteniendo viva la esencia de la infancia y el amor que se entrelaza en cada gesto sencillo.
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