Siete y media de la
mañana, el despertador suena, marcando el inicio de un nuevo día para Isidro. Mecánicamente,
apaga el despertador guiándose por el sonido. Aunque la habitación está sumida
en la penumbra, Isidro, de nueve años, conoce cada rincón sin necesidad de
abrir los ojos. Levantarse temprano sigue siendo un desafío para él. Remolonea
en la cama antes de rendirse al despertar y enfrentar un día que se presenta
complicado, con un examen de matemáticas que le atormenta.
El temor a los problemas
de matemáticas le provoca un nudo en el estómago mientras se viste. En el baño,
los amagos de arcadas lo asaltan, y solo el reconfortante aroma del Agua del
Carmen, guardada por su abuela en una alacena, puede calmar su malestar.
Con libros y libretas en
mano, Isidro repasa sus apuntes antes de salir. Apenas toca el desayuno que su
abuela ha preparado, pero se lleva consigo un bocadillo de pan con mantequilla
y azúcar para cuando salga al patio.
A las ocho y cuarto, bien
abrigado, sale de casa en dirección al tranvía que lo llevará a su colegio en
San Adrián de Besós. Aunque diciembre trae consigo un frío intenso, hoy el sol
se ausenta, y las nubes dibujan una alfombra en el cielo que se desliza
suavemente. Isidro se encamina hacia la parada del tranvía, consciente de que a
esa hora suele estar lleno y de que nunca sabe cuándo llegará. La puntualidad
es primordial para él.
El sonido de la campana
anuncia la llegada del tranvía. El cobrador, conocedor de los habituales, cobra
solo la mitad del billete, sabiendo que pronto llegará al final del trayecto.
Cuando el revisor espera en la siguiente parada para pedir los billetes, el
conductor le avisa y rápidamente los reparte. En el siguiente viaje recuperarán
las perdidas.
El tranvía, de los años
sesenta y sin puertas, avanza con un suave bamboleo. Isidro, en un intento por
impresionar a una niña que le gusta, imita a algunos que bajan con el tranvía
en marcha. La tímida expresión de sus sentimientos se ve truncada por una caída
embarazosa. A pesar del ridículo, Isidro rechaza la ayuda y se dirige al
Sagrado Corazón de Jesús, limpiándose la ropa y evaluando los rasguños en su
codo.
En el colegio, la sirena
suena para entrar, y la rutina se despliega: formar filas en el patio, clase
por clase, el himno nacional, el izado de la bandera y el ascenso ordenado a
las aulas que debería ser en silencio. Antes de entrar en clase, Isidro corre
al lavabo, lidiando con las arcadas. Sin tener nada en el estómago, con mucho
esfuerzo, puede devolver un poco de bilis. Luego, se enfrenta al examen con la
atención puesta en las preguntas teóricas y los desafiantes ejercicios.
A medida que sus
compañeros terminan, salen al patio, pero Isidro prefiere quedarse hasta el
final, esperando una inspiración que pocas veces llega. Al salir, se une a sus
compañeros para comentar las respuestas, prefiriendo no conocer las soluciones
hasta que salgan las notas. Mucho más tranquilo disfruta de su bocadillo antes
de continuar las clases del resto de la mañana.
A la salida, se encuentra
con Antonio, con quien comparte el trayecto en el tranvía. Isidro se baja en la
parada del Besós, mientras Antonio desciende en la Maresma. El día de Isidro,
entre desafíos matemáticos y pequeñas recompensas, continúa su curso, esperando
que sus esfuerzos valgan la pena al conocer los resultados y pueda volver a ver
a la niña del tranvía.
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