jueves, 30 de noviembre de 2023

EL TRANVÍA

 

Siete y media de la mañana, el despertador suena, marcando el inicio de un nuevo día para Isidro. Mecánicamente, apaga el despertador guiándose por el sonido. Aunque la habitación está sumida en la penumbra, Isidro, de nueve años, conoce cada rincón sin necesidad de abrir los ojos. Levantarse temprano sigue siendo un desafío para él. Remolonea en la cama antes de rendirse al despertar y enfrentar un día que se presenta complicado, con un examen de matemáticas que le atormenta.

El temor a los problemas de matemáticas le provoca un nudo en el estómago mientras se viste. En el baño, los amagos de arcadas lo asaltan, y solo el reconfortante aroma del Agua del Carmen, guardada por su abuela en una alacena, puede calmar su malestar.

Con libros y libretas en mano, Isidro repasa sus apuntes antes de salir. Apenas toca el desayuno que su abuela ha preparado, pero se lleva consigo un bocadillo de pan con mantequilla y azúcar para cuando salga al patio.

A las ocho y cuarto, bien abrigado, sale de casa en dirección al tranvía que lo llevará a su colegio en San Adrián de Besós. Aunque diciembre trae consigo un frío intenso, hoy el sol se ausenta, y las nubes dibujan una alfombra en el cielo que se desliza suavemente. Isidro se encamina hacia la parada del tranvía, consciente de que a esa hora suele estar lleno y de que nunca sabe cuándo llegará. La puntualidad es primordial para él.

El sonido de la campana anuncia la llegada del tranvía. El cobrador, conocedor de los habituales, cobra solo la mitad del billete, sabiendo que pronto llegará al final del trayecto. Cuando el revisor espera en la siguiente parada para pedir los billetes, el conductor le avisa y rápidamente los reparte. En el siguiente viaje recuperarán las perdidas.

El tranvía, de los años sesenta y sin puertas, avanza con un suave bamboleo. Isidro, en un intento por impresionar a una niña que le gusta, imita a algunos que bajan con el tranvía en marcha. La tímida expresión de sus sentimientos se ve truncada por una caída embarazosa. A pesar del ridículo, Isidro rechaza la ayuda y se dirige al Sagrado Corazón de Jesús, limpiándose la ropa y evaluando los rasguños en su codo.

En el colegio, la sirena suena para entrar, y la rutina se despliega: formar filas en el patio, clase por clase, el himno nacional, el izado de la bandera y el ascenso ordenado a las aulas que debería ser en silencio. Antes de entrar en clase, Isidro corre al lavabo, lidiando con las arcadas. Sin tener nada en el estómago, con mucho esfuerzo, puede devolver un poco de bilis. Luego, se enfrenta al examen con la atención puesta en las preguntas teóricas y los desafiantes ejercicios.

A medida que sus compañeros terminan, salen al patio, pero Isidro prefiere quedarse hasta el final, esperando una inspiración que pocas veces llega. Al salir, se une a sus compañeros para comentar las respuestas, prefiriendo no conocer las soluciones hasta que salgan las notas. Mucho más tranquilo disfruta de su bocadillo antes de continuar las clases del resto de la mañana.

A la salida, se encuentra con Antonio, con quien comparte el trayecto en el tranvía. Isidro se baja en la parada del Besós, mientras Antonio desciende en la Maresma. El día de Isidro, entre desafíos matemáticos y pequeñas recompensas, continúa su curso, esperando que sus esfuerzos valgan la pena al conocer los resultados y pueda volver a ver a la niña del tranvía.

 

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