Del mismo modo que una araña teje con maestría su tela desde lo más profundo de su ser, así surgió, de la energía primigenia, un rayo de luz que atravesó el vacío de la no existencia para dar origen en la unidad de un gozoso abrazo a una nueva reencarnación y con ella la posibilidad de cumplir con el contrato no escrito de nuevas vivencias en el plano terrenal.
Antes del alumbramiento cósmico, la semilla de luz que rompería la oscuridad exterior de la existencia revisó sus vidas pasadas, aprendió de las experiencias vividas, planificó lecciones, objetivos a cumplir y relaciones que sanar. En ese proceso tuvo que elegir los padres y el entorno familiar más adecuados para tal propósito, consciente de las cargas positivas y negativas acumuladas por sus ancestros que formarían parte de su herencia.
Con libertad para elegir su camino y los medios para llegar a los lugares predeterminados en su plan de vida, nació Raúl en el seno de una familia desestructurada. Después de la sorpresa inicial, no era esperado, sus jóvenes padres, él inmaduro y ella alcohólica, se ilusionaron con el bebé, pero con el paso de los meses fueron incapaces de garantizarle los cuidados necesarios y tuvieron que ceder la patria potestad a los abuelos paternos, quienes lo acogieron con mil amores a pesar de su avanzada edad.
Ahora, los problemas entre los abuelos paternos y su hijo se agudizaron. Las horas de visita concertadas eran una fuente de acaloradas discusiones. Las dos horas de los domingos suponían una esclavitud para el abuelo y para el padre de Raúl, Ernesto, no eran suficientes.
Ernesto se sentía excluido de su familia por un pasado conflictivo que en su momento le supuso una orden de alejamiento, y ahora se agravaba agrandando las distancias. No le permitían acceder a la casa de sus padres, los encuentros los fijaba su padre en un lugar céntrico y Ernesto además de repudiado estaba convencido de que le estaban robando el cariño de su hijo.
Encarna, la madre de Raúl, prisionera de su adicción, separada de Ernesto, aceptaba con resignación su situación, y pese a todos los desencuentros era la única persona con la que Ernesto se sentía querido. Mantenían una relación tóxica que los ataba con lazos más allá de toda lógica.
En medio de esta tensión familiar, creció Raúl, una semilla de luz en un entorno de sombras. Aprendió desde temprana edad a navegar por las aguas turbulentas de las emociones encontradas, sintiendo el amor de sus abuelos pero también la ausencia dolorosa de sus padres. Aunque la situación era difícil, Raúl llevaba consigo la sabiduría de sus vidas pasadas, una guía interna que lo impulsaba a buscar la armonía y el entendimiento.
A medida que crecía, Raúl comenzó a entender las dinámicas familiares que lo rodeaban. Veía el amor en los ojos de sus abuelos, la tristeza en los de sus padres, y sentía la necesidad de sanar esas heridas profundas que parecían atrapar a su familia en un ciclo interminable de resentimiento y separación.
Comprendió que su propósito en esta vida era ser un puente entre generaciones, un sanador de corazones rotos. Con cada gesto de amor y comprensión, con cada palabra de aliento y perdón, Raúl trabajaba para deshacer los nudos del pasado y abrir camino hacia un futuro más luminoso.
Con el tiempo, las barreras comenzaron a ceder. Los abuelos y los padres de Raúl empezaron a comunicarse de manera más abierta, a comprenderse mutuamente y a dejar atrás viejos rencores. Raúl se convirtió en el centro de esta reconciliación, irradiando una paz que trascendía las diferencias y unía corazones en un lazo indestructible de amor familiar.
Y así, en el transcurso de su vida, Raúl cumplió con su contrato de existir, transformando la oscuridad en luz, sanando heridas ancestrales y mostrando que, incluso en los momentos más difíciles, el amor y la compasión siempre pueden abrir camino hacia la redención y la unidad.
Marín Hontoria
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