EL CONCIERTO

 EL CONCIERTO

En un rincón olvidado de un pueblo colombiano marcado por la pobreza y golpeado por los conflictos armados, vivía Ana, una joven cuya vida había sido un constante enfrentamiento con la adversidad y cuyo único consuelo era la música. Ana no recordaba cuando empezó su amor incondicional por la música, pero cuando la escuchaba tenía el poder de transportarla a lejanos lugares, podía oir el canto de los jilgueros, el sonido de la lluvia en el prado, el ulular del viento barriendo las calles y los latidos de su corazón buscando amparo.

Sus días transcurrían entre el caos de un hogar roto y las calles de un barrio de Mutatá, un municipio de Colombia, localizado en la subregión de Urabá, en el departamento de Antioquia, donde la educación era un lujo inalcanzable y la integración social, un sueño distante.

Un día, mientras rebuscaba entre las basuras algo de valor que revender, Ana escuchó una melodía que emergía de un centro comunitario cercano. La curiosidad la llevó a seguir esas notas hasta una pequeña sala donde un grupo de jóvenes, no muy diferentes de ella, ensayaban con instrumentos desgastados pero llenos de historia.

Este centro formaba parte de la Fundación Nacional Batuta, una iniciativa colombiana que utilizaba la música como herramienta para la transformación social. Aquí, la música no solo se enseñaba como un arte, sino como un medio para reconstruir vidas y fortalecer comunidades. Los jóvenes ensayaban juntos, aprendiendo no solo a tocar, sino a colaborar, respetar y soñar​ (El País)​.

Ana fue invitada a unirse a la joven orquesta. Al principio, sus manos temblaban sobre las cuerdas del violín prestado, pero con cada ensayo, su confianza creció. La música comenzó a llenar los vacíos de su vida, proporcionándole un sentido de pertenencia y propósito. En las notas que tocaba, Ana encontró una voz que nunca había sabido que tenía.

Un año después, llegó la oportunidad de dar su primer concierto en Bogotá, lejos de su pequeño pueblo. El viaje a la capital fue una mezcla de emociones: nerviosismo, emoción y una profunda añoranza por su hogar. Después de 13 horas de un largo viaje en un traqueteante autobús, llegaron a la capital. La magnitud de la ciudad, el contraste del calor de su pueblo con un frío el berraco de la gran ciudad (altitud media de 2.582 m.s.n.m.) y la majestuosidad del auditorio la hicieron sentir diminuta, pero también llena de una esperanza nueva.

La noche del concierto, al subir al escenario, Ana sintió un torrente de emociones encontradas. El temor inicial fue rápidamente reemplazado por una sensación de empoderamiento cuando vio a la audiencia expectante. Había estado ensayando con ahínco durante meses y, de manera intensiva, durante los últimos siete días. Al levantar su violín y empezar a tocar, se sintió conectada no solo con la música, sino también con su pasado y su futuro.

Las notas fluyeron con una belleza y fuerza que resonaron en cada rincón del auditorio. Cada melodía que tocaba era un testimonio de su viaje, de los desafíos superados y de la comunidad que la apoyaba. Al finalizar la última pieza, los aplausos ensordecedores del público la llenaron de un orgullo indescriptible.

Gracias a la Fundación Nacional Batuta, Ana descubrió que tenía la capacidad no solo de cambiar su propia vida, sino también de influir positivamente en su entorno. La música se convirtió en un faro de esperanza en medio de la oscuridad, iluminando el camino hacia un futuro mejor para muchos jóvenes como ella, demostrando que el poder de la música puede transformar vidas y comunidades enteras​ (edp.com)​​ (El País)​.

Marín Hontoria 

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