Latir

 

En un rincón del mundo, donde las montañas se alzan como guardianes eternos y un río de aguas cristalinas susurra melodías ancestrales, vivía Helena, una mujer cuyo corazón latía al compás de la naturaleza. Cada mañana, al despuntar el alba, se levantaba con la primera luz del día, sintiendo en su pecho el latir de la vida renovada y dando gracias por los dones recibidos. Caminaba descalza por el jardín, sintiendo el rocío acariciar sus pies, saludaba al sol con una sonrisa sincera y agradecía su calor y su luz, por hacer que todo crezca, florezca y brille, embargada por una sana envidia, pues anhelaba poder hacer lo mismo a su alrededor.

Helena sabía que la vida se tejía con pequeños momentos, y en cada uno de ellos encontraba un motivo para latir, adaptándose a su ritmo, danzando con su música. Para Helena, no existían otras fronteras que las creadas por la mente; todas las personas eran iguales, sin importar la raza, el sexo o la religión. Con sus seres queridos, compartía miradas llenas de amor y conversaciones profundas bajo la sombra del gran roble en el centro del jardín y la atenta mirada de su leal mascota, un pinscher miniatura que no se apartaba de su lado. Ese árbol había sido testigo de risas y llantos, de abrazos y despedidas. En sus ramas se entrelazaban historias que fortalecían el latir de Helena.

La naturaleza era su refugio y su musa, aunque sentía una atracción y dulzura especial por los niños, los ancianos y los pobres de la tierra. Era todo corazón. Cada flor que florecía, cada ave que cantaba, cada hoja que caía le recordaba la belleza efímera de la vida. Agradecía cada instante, consciente de que todo formaba parte de un ciclo perfecto, aunque a veces incomprensible. Su corazón latía en armonía con el viento que susurraba secretos y con el río que corría libre, llevando consigo los recuerdos de tiempos pasados.

No había rencor en su corazón; era capaz de perdonarlo todo. Si el ofensor se disculpaba y resarcía el daño causado, podían seguir caminando juntos, pero de lo contrario sus pasos no seguirían la misma senda; la relación quedaba dañada o rota.

Helena vivía con la convicción de que la paz y la armonía eran los pilares de una existencia plena. Aceptaba con serenidad lo que la vida le ofrecía, sin intentar cambiar el curso de los acontecimientos. Sabía que cada día era una oportunidad para dar lo mejor de sí misma, incluso en los momentos más oscuros. Vivía con ética y valores, confiando en que la honestidad y la bondad eran el camino para evitar dolores innecesarios.

La vida no siempre era fácil, pero Helena enfrentaba los sinsabores con una aceptación tranquila y trabajada. Los momentos de tristeza y desilusión eran recibidos con los brazos abiertos y la mente dispuesta a aprender de cada nueva experiencia. Tenía más dudas que certezas, pero no temía a lo desconocido. Asentía humildemente ante los misterios de la vida, sin rechazo ni aprensión, comprendiendo que en esa aceptación residía la verdadera sabiduría.

Helena aprovechaba cada ocasión para celebrar la vida. Le encantaba la música, el baile, ver a la gente alegre y feliz. Le gustaba acoger familiares y amigos en su casa y agasajarlos con lo mejor que tenía. En su corazón latía el amor por la vida en todas sus formas, abierta al mundo sin olvidar sus raíces. Latir, simplemente latir con su gran corazón, era su manera de honrar el regalo de cada nuevo día. Y así, en el pequeño pueblo rodeado de montañas, Helena seguía viviendo y su corazón latiendo al ritmo del universo, en una danza eterna de paz y gratitud. Aunque siempre se preguntó cómo se originó el primer latido del corazón que le dio la vida.

Marín Hontoria


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