Benjamín vino al mundo en una familia humilde y numerosa, en un hogar lleno de manos cariñosas pero sin muchos lujos. Sus padres, procedentes de un pequeño pueblo de Andalucía, habían dejado atrás el campo y las viejas costumbres, buscando una vida mejor en la gran ciudad. Al llegar a Barcelona, fueron afortunados de obtener un piso de protección oficial en el barrio del Besòs, un conjunto de edificios de protección oficial, recién construidos a finales del año 1959 sobre tierras que antes eran campos y masías, con una carencia total de equipamientos y de servicios.
El barrio era un lugar de acogida a diversos grupos de población de procedencias y culturas diferentes. Los ruidos de las grúas y el polvo de la construcción se mezclaban con las voces de miles de inmigrantes que, como la familia de Benjamín, habían llegado en busca de una oportunidad. A pesar de las dificultades y la ausencia de servicios, la comunidad florecía en ese entorno hostil, creando lazos de apoyo que a menudo eran más fuertes que el cemento de los edificios.
Benjamín, el menor de seis hermanos, nació ciego. Para sus padres, esta nueva vida en Barcelona ya estaba llena de retos, pero su discapacidad no la veían como un obstáculo, sino como una particularidad más de su hijo, una que cuidarían con especial esmero. Benji, como todos le llamaban, creció rodeado de amor. Sus hermanas lo arropaban con ternura, sus hermanos le narraban el mundo que él no podía ver, y sus padres lo guiaban por la vida con paciencia.
Desde pequeño, Benjamín encontró consuelo y alegría en la música. Todo comenzó con un simple órgano de juguete que su padre le trajo de un mercadillo cercano. Apenas lo tocó, Benji supo que había algo especial en él. El sonido era su forma de ver, su manera de sentir el mundo. Pasaba horas explorando los tonos y melodías que podía crear, desarrollando un oído excepcional. Cuando sus dedos encontraban las teclas, el tiempo parecía detenerse en su pequeño rincón del piso familiar.
Con el tiempo, la familia le consiguió un órgano eléctrico y más tarde, con muchos sacrificios, le pudieron comprar un piano de segunda mano, un instrumento que cambiaría su vida. Benjamín siguió aprendiendo de oído, imitando canciones que escuchaba en la radio, descomponiendo los sonidos en su mente, cada nota vibrando en su interior. Su amor por la música fue creciendo a la par que lo hacía su destreza. La vida en el barrio del Besòs, aunque difícil, le ofrecía todo lo que necesitaba: el apoyo de su familia y el estímulo de una comunidad que apreciaba su talento.
Al llegar a la adolescencia, Benji ya había desarrollado un estilo propio al piano, una mezcla de jazz con influencias flamencas que había absorbido de las fiestas familiares y de los sonidos de la calle. Pronto, junto a un grupo de amigos, formó su propia banda de jazz. Aunque al principio tocaban en pequeños bares del barrio, su habilidad y sensibilidad musical no tardaron en llamar la atención. Benji era especial, no solo por tocar sin ver, sino por la manera en que lograba hacer que la música hablara por él. Su estilo fluido y emotivo tocaba el corazón de quienes lo escuchaban.
El jazz, además, tenía algo más profundo. Benjí no solo tocaba música, sino que encontraba en ella un refugio y una cura para el alma. El jazz, conocido por sus propiedades sanadoras, se ha asociado con beneficios terapéuticos, especialmente en su capacidad para calmar el estrés y mejorar el bienestar emocional. Las improvisaciones y el ritmo libre permitían a Benjamín expresarse de una manera que iba más allá de las palabras. Cada nota que tocaba era una conversación con su propia oscuridad, una forma de sanar las heridas invisibles que la vida, un tanto injusta, le había dejado.
El grupo comenzó a presentarse en más escenarios de la ciudad, y Benjí se convirtió en una figura reconocida en el circuito musical de Barcelona. Su ceguera no era una limitación, sino parte de su esencia. Mientras el barrio del Besòs seguía luchando contra la pobreza y la falta de recursos, Benjí era un símbolo de esperanza, un ejemplo de cómo el talento y la perseverancia podían florecer incluso en los entornos más duros.
Con el tiempo, su música lo llevó más allá de los límites del barrio. Actuó en festivales de jazz, grabó discos, y viajó por toda España con su banda. Pero, a pesar del éxito, Benjamín nunca olvidó sus raíces. Volvía al Besòs siempre que podía, donde sus vecinos lo recibían con los brazos abiertos, orgullosos del hijo del barrio que había triunfado.
Su música, el jazz, actuaba como un eco de su interior, lleno de luz y emoción. Al igual que su vida, era una mezcla de sonidos del pasado y del presente, de Andalucía y Cataluña, de amor y lucha. Y aunque no podía ver el mundo con los ojos, Benjamín lo conocía mejor que muchos, porque lo escuchaba y lo sentía con una intensidad que solo aquellos que viven entre las sombras pueden comprender.
Algunos decían que su forma de tocar les recordaba a Tete Montoliu, el gran pianista de jazz también ciego, cuya música había roto fronteras. Para Benjamín, Montoliu siempre fue una inspiración, un maestro que demostró que el jazz no solo se tocaba con los dedos, sino con el corazón. Como Tete, Benji encontró en la música una manera de ver el mundo y compartirlo con quienes podían sentirlo. Y así, ambos compartían no solo la ceguera, sino un gran espíritu de superación y una visión única de la vida y del arte.
Hoy, cuando el viento sopla a través de las viejas calles de la ciudad, parece traer consigo las notas de un piano lejano, recordándonos que, aunque no podamos verlo, el jazz sigue vivo en cada rincón de Barcelona.
Foto de Tete Montoliu.
Marín Hontoria
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