TERROR EN LA NOCHE


Tras aceptar la existencia de seres de luz que ayudaban a conectar con nuestro verdadero Ser, Isidro comenzó a intuir algo inquietante: la posible presencia de fuerzas opuestas, oscuras y silenciosas. No eran guías ni protectores, sino parásitos invisibles, capaces de alimentarse de la esencia vital humana, doblegar voluntades y ocupar cuerpos ajenos, relegando al legítimo dueño a un rincón silencioso de su propia mente.

Estas ideas, inicialmente vagas, se habían arraigado gracias a lecturas recientes y conversaciones esotéricas, alimentadas por un círculo de individuos que combinaban intuición y superstición. Isidro intentaba mantener su equilibrio entre ciencia y metafísica, pero esa noche algo dentro de él, como una grieta, comenzó a romperse.

Conoció a Eduardo y Eugenia en una de esas reuniones. La pareja aseguraba poder ayudar a las almas perdidas a encontrar la luz. Le hablaron de espíritus atrapados, errantes entre planos, que drenaban energía de los vivos, y de rituales que podían guiarlos hacia el otro lado. La idea le parecía tanto fascinante como fantástica, pero aceptó la invitación. Quizás por curiosidad. Quizás por un impulso desconocido.

La casa era un vestigio del pasado, un edificio viejo en el casco antiguo, con una fachada erosionada y un aire de abandono que parecía vibrar con algo pesado y latente. Al cruzar el umbral, sintió un frío inexplicable. No era la temperatura, sino una sensación desconocida que se anidaba en sus huesos, como un aliento antiguo que parecía infiltrarse en su piel.

Dentro, las velas creaban un juego de sombras inquietantes en las paredes desconchadas. La voz de Eugenia, suave, pero firme, explicó el proceso del ritual: Eduardo sería el médium, un puente entre este mundo y el otro. Invocarían a seres de luz para protegerse antes de contactar con los espíritus atrapados. Las palabras cautivaban a los presentes, pero Isidro apenas podía concentrarse; las sombras en las paredes se agitaban con un movimiento fugaz, adoptando formas humanas que se desvanecían cuando intentaba enfocarlas.

La ceremonia comenzó con un canto monótono, un eco repetitivo de algo antiguo y lejano. Eduardo, el médium, sentado en el centro del círculo, cerró los ojos y dejó que su cuerpo se tensara, como una cuerda a punto de romperse. De pronto, su voz cambió, transformándose en una aguda y desesperada:
—¡Qué golpe me he dado! ¡Estoy lleno de sangre! ¡Mi cabeza! ¡La moto… destrozada!

Eugenia lo tranquilizó con palabras suaves, guiándolo hacia la aceptación de su propia muerte.

—Este cuerpo no es tuyo, Eduardo te lo presta para que puedas ver la luz. Mira a la derecha.

El aire en la sala se dulcificó. Cuando Eduardo finalmente giró la cara hacia la derecha, su voz rompió algo invisible en el ambiente: —¡Ahí está la luz! ¡Vienen a buscarme! ¡Voy!

El alivio fue breve. Eduardo, aun en trance, dejó escapar una risa grotesca, y su tono se tornó agresivo y burlón: —¡Qué ingenuos son! Este cuerpo me sirve bien. No voy a ir a ningún lado.

Las palabras resonaron con un peso que no pertenecía a este mundo. La habitación pareció cerrarse sobre ellos. Eugenia murmuró desesperada mientras las velas parpadeaban como si algo devorara su luz. Eduardo forcejeaba con Eugenia mostrando una fuerza inhumana, su rostro transformado en una máscara de odio. Dos hombres del grupo tuvieron que ayudar a Eugenia a sujetarlo, obligándolo a girar la cabeza hacia la derecha. Esos minutos de angustia,  hasta que Eduardo volvió en si, parecieron eternos 

Cuando todo terminó, Isidro salió de la casa con un alivio aparente. Pero la sensación de opresión seguía allí, un peso que le atenazaba el pecho y se anidaba en su plexo solar. Su cabeza parecía de corcho, una tos seca y repetitiva le asaltó junto con unas violentas arcadas. Varias respiraciones profundas y una demanda de ayuda lo calmaron.

Caminó bajo la luna llena, esperando que el aire frío despejara su mente, pero cada paso lo acercaba más a algo que no podía nombrar. Por momentos, el eco de sus pasos parecía duplicarse, un sonido que no correspondía a su ritmo. Se detuvo y miró atrás, pero no había nada. Solo las sombras alargadas de los edificios y una luna que parecía demasiado distante.

El susurro llegó como un golpe en la espalda: —Gracias por asistir, Isidro. Desde ahora caminaremos juntos.

El miedo lo devoró por completo. Apuró el paso, pero la voz no se desvanecía; seguía resonando, cada vez más clara, cada vez más íntima, como si hablara desde las profundidades de su mente:
—¿Por qué huyes?

Sintió un frío inhumano recorrer su nuca, y la opresión en su pecho se intensificó, como si manos invisibles apretaran su corazón. Corrió, tropezando con las piedras de la calle, sin atreverse a mirar atrás. Pero las sombras, lo sabía, se movían por voluntad propia, siguiéndolo, esperando.

Al llegar a su apartamento, cerró la puerta con doble llave y encendió todas las luces. El silencio era absoluto, pero en la penumbra de la sala, el perchero parecía inclinarse hacia él, alargando su sombra con una intención aterradora.

Entonces, lo sintió: un roce helado en su mejilla y el susurro final, que le robó el aliento:
—Te lo dije, Isidro. Ya no estás solo.

En ese momento, entendió que el verdadero terror no era lo que había visto y sentido, sino lo que había traído consigo: algo que nunca lo dejaría escapar.

Marín Hontoria



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