La buenaventura del umbral

 

El sol comenzaba a desperezarse tras el horizonte cuando Isidro, aun con el eco del terror de la pasada noche en los huesos, caminaba por las calles de la ciudad sin rumbo fijo. La imagen del arco iris, que se desplegó como una promesa de paz sobre el cielo tras su lucha con la oscuridad, se le repetía en la mente. Había algo nuevo en él, lo sentía con claridad, una transformación que lo había tocado profundamente. Pero, a pesar de todo, no podía evitar la sensación de que algo seguía faltando.

Había derrotado a la sombra, había vencido sus miedos, pero algo dentro de él seguía en busca de respuestas: una explicación para la presencia que lo había acechado, una forma de entender la nueva luz que ahora sentía en su interior. En medio de su reflexión, se detuvo frente a un pequeño puesto en el mercado que le llamó la atención. Allí, una anciana lo miraba fijamente, como si lo estuviera esperando.

En sus manos descansaban una baraja de cartas antiguas, con sus bordes gastados por el tiempo y la sabiduría que encerraban. Isidro dudó un momento, recordando las enseñanzas de Montse sobre no buscar respuestas fuera de uno mismo. Pero algo en la mirada de la mujer lo impulsó a acercarse. Era como si, tras la noche de terror y la aparición del arco iris, el universo le estuviera mostrando un nuevo camino.

—Has cruzado un umbral, joven —dijo la anciana con voz profunda, mientras barajaba las cartas y le entregaba la carta del sol, radiante y llena de luz. Luego, de sus ropas sacó una pequeña llave, tan desgastada que parecía haber sido usada muchas veces, y se la entregó.

Isidro la miró con desconfianza, pero también con una sensación extraña, como si esas cosas le fueran entregadas para completar un rompecabezas. En el reverso de la carta había un símbolo que le resultaba familiar, un ojo dentro de un triángulo: el mismo que había visto entre las llamas de la vela en su ritual con Montse. En su mano, la llave parecía pesar más de lo que era.

—¿Qué debo hacer con esto? —preguntó, sintiendo que la anciana ya conocía las dudas que recorrían su mente.

—La respuesta no está en lo que ves —respondió ella—. La llave abre puertas, pero no todas son visibles. La buenaventura no está en lo que buscas, sino en lo que encuentras en tu camino cuando eliges compartir tu luz.

Comprendió que el ojo dentro de un triángulo le recordaba la necesidad de mirar más allá de las apariencias mientras uno atraviesa los laberintos de la vida, encontrando una mayor visión de sí mismo a través de sus actos.

Isidro la miró, con la sensación de que aquello era más que una simple predicción. Algo en sus palabras resonaba con el eco de la tormenta que acababa de atravesar. Decidió, entonces, seguir adelante.

Durante las siguientes horas, comenzó a encontrarse con personas que necesitaban ayuda. Un hombre mayor había caído y tenía dificultad en levantarse, una joven se hallaba perdida entre las calles buscando su casa, y un niño lloraba por haber perdido su mascota. Sin pensarlo dos veces, Isidro les ofreció su ayuda, a pesar de la fatiga que sentía por la noche pasada en vela.

Con cada encuentro, la llave en su bolsillo parecía adquirir más significado. Ayudar a los demás no era solo un acto de bondad, sino una forma de abrir puertas invisibles en su corazón hacia algo más grande. El rostro de cada persona a quien ayudaba parecía brillar y el día se hacía más claro, como si Isidro estuviera cumpliendo un propósito mayor que él mismo.

Finalmente, al anochecer, llegó al final de su camino. Allí, en un rincón, encontró un baúl viejo, cubierto de polvo y desgastado por el tiempo. La cerradura, oxidada, correspondía exactamente con la llave que la anciana le había dado. Al insertarla, pudo girar la llave y el baúl se abrió con un suave crujido, dentro no había oro ni joyas, estaba vacío, pero tenía un mensaje grabado en la madera: "Tu buenaventura no está en lo que buscas, sino en lo que das."

Isidro sonrió, comprendiendo. El arco iris ya no estaba en el cielo, pero el sol de la nueva jornada brillaba más fuerte que nunca. Había aprendido que, más allá del miedo y la oscuridad, la verdadera batalla estaba en el camino que elegía tomar. El verdadero tesoro no estaba en el baúl, sino en los encuentros y actos de bondad que transformaron su día. Su corazón, ahora más liviano y lleno de esperanza, ya no temía lo que el futuro pudiera traer, ahora una confianza desconocida lo invadía. Había descubierto que, más allá de la oscuridad, la luz siempre encontraría su camino, y que, al compartirla con los demás, su propio destino también se iluminaba.

Marín Hontoria

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