La brisa nocturna acariciaba la orilla con su vaivén incesante. Isidro, sentado sobre la arena fría, dejaba que la espuma de las olas le humedeciera los pies mientras su mirada se perdía en la inmensidad plateada del cielo, arrullado por un rumor de caracolas. La luna llena se alzaba majestuosa, bañando el mundo con su luz espectral. Pero aquella noche, algo era distinto. En el halo brillante que la rodeaba, le pareció distinguir un rostro, una mirada profunda y serena que lo observaba desde la distancia cósmica.
Su mente, presa de contradicciones, oscilaba entre la duda y la fascinación. ¿Era solo un juego de luces? ¿Un delirio de su imaginación? Cerró los ojos un instante y, cuando los abrió, la realidad había cambiado. Su cuerpo flotaba en la ingravidez de la noche, atravesando veloz un río de estrellas. No sintió vértigo ni miedo; en su interior, una extraña certeza le decía que debía continuar su viaje. La luna lo atraía de un modo irresistible.
La luna lo esperaba.
Cuando sus pies tocaron la superficie gris y polvorienta, un silencio abrumador lo envolvió. El paisaje que lo recibía era muy distinto al que imaginaba desde la Tierra. No había ríos de plata ni sombras misteriosas; solo una vasta extensión de polvo y rocas, un mundo esculpido por impactos antiguos, donde enormes cráteres se abrían como cicatrices de un tiempo sin historia. Entre colinas erosionadas y llanuras de basalto endurecido, se alzaban crestas afiladas, vestigios de antiguos mares de lava ya solidificados. La luz inmutable del sol proyectaba sombras rígidas, casi irreales, sobre aquel desierto sin viento, sin agua, sin vida. Cada paso levantaba una nube de ceniza fina que tardaba en asentarse, como si el tiempo mismo fluyera de otra manera.
Sobre él, el cielo era un abismo negro absoluto, tachonado de estrellas inmóviles, sin el familiar resguardo del azul terrestre. Se sintió pequeño, ajeno, como si hubiera traspasado el umbral de un mundo detenido en su primer aliento.
Entonces, la voz surgió sin un origen claro, como si vibrara dentro de él.
—¿Me buscabas o fui yo quien te llamó? —preguntó la luna.
Isidro miró a su alrededor. No había labios que pronunciaran esas palabras, solo el fulgor hipnótico de aquel rostro impreso en el firmamento.
—No lo sé… —respondió—. Solo sé que tengo preguntas.
—Las preguntas son semillas. Algunas germinan en certezas; otras, en nuevas preguntas. ¿Estás dispuesto a escuchar sin temor a lo que puedas descubrir?
—He dudado de todo últimamente… de lo que creía cierto, de lo que pensaba imposible. He tratado de despojarme de mitos, de fantasías. Y ahora estoy aquí, hablándole a la luna.
—¿Y qué te dice eso sobre la verdad? —preguntó la luna con un matiz de ironía.
Isidro suspiró. No tenía respuesta.
—Ven —dijo la luna—, quiero mostrarte algo.
El paisaje se disolvió. Isidro sintió que caía, pero en lugar de aterrizar, se expandió. Frente a él, un océano de sombras y luz. Un estallido primigenio rompió la quietud y la oscuridad se incendió con mil fuegos. Se convirtió en testigo del nacimiento del universo. Vio la danza de los astros, la forja de las galaxias, la lenta gestación de la Tierra en un torbellino de fuego y cenizas.
—Desde el caos innombrable nacimos todos —susurró la luna—. Átomos errantes que se agruparon en un orden secreto. Y de ese polvo estelar surgiste tú. ¿Dónde termina la materia y comienza la conciencia?
Isidro observó la joven Tierra. La vio en su furia inicial, cubierta de lava y tempestades, y luego en su lento apaciguamiento, cuando los océanos se formaron y la vida, diminuta e incierta, dio su primer aliento. Vio criaturas surgir y desvanecerse, los grandes ciclos de extinción y renacimiento. Hasta que, finalmente, contempló la aparición de su propia especie.
—Todo sigue un ritmo —dijo, casi sin darse cuenta—. Todo es cambio… evolución.
—Exacto —asintió la luna—. La Energía Primigenia de la que hablas no es una fuerza externa. Es el latido del universo, de la Consciencia, en cada ser. Es el patrón que se repite en la explosión de una estrella, en la flor que se abre al sol y en la mariposa que la acaricia.
Isidro sintió un estremecimiento. No era una respuesta definitiva, pero tampoco era un vacío. Había una coherencia secreta en todo lo que había visto. Sintió que su mente se expandía, como si por primera vez viera con claridad las conexiones invisibles entre todas las cosas.
—Entonces… ¿no hay certezas absolutas? —preguntó.
—Solo la certeza del cambio. Y la belleza de la duda.
—Querer respuestas absolutas es negar el movimiento del universo. Si todo cambia, ¿cómo podría haber una verdad inmóvil?
Isidro cerró los ojos. Cuando los abrió, la espuma de las olas volvía a besar la arena. La luna seguía allí, alta en el cielo, mirándolo con su viejo resplandor. Pero algo dentro de él había cambiado. Se puso de pie, sacudió la arena de sus manos y sonrió levemente.
Era hora de regresar.
Marín Hontoria
La historia de Isidro, como la de cada uno de nosotros, se teje a partir de encuentros, aciertos y tropiezos. Somos el eco de nuestras experiencias. Cada vivencia nos moldea, amplía nuestro horizonte y da forma a nuestro ser. Aprendemos paso a paso, en una sucesión de momentos que nos elevan o nos desafían, alimentando nuestra imaginación, nuestra inteligencia y nuestra comprensión del mundo.
La vida és un aprendizaje continuo.
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