—No quiero que nos vayamos a dormir como dos extraños, que nos hagamos daño por no comunicar nuestros verdaderos sentimientos —susurró ella, su voz cargada de un anhelo profundo—. Desnudemos nuestros corazones, de forma directa y sincera, sin temor a lo que el otro pueda pensar.
Él la miró con los ojos abiertos a la verdad que tantas veces había esquivado.
—Yo tampoco quiero —respondió con firmeza—. Quiero romper con las suposiciones que turban nuestra relación. No más silencios que se vuelvan muros insalvables, no más palabras dichas a medias.
Se sentaron frente a frente, despojados de orgullo y sinrazón. Comprendieron que la comunicación no era solo hablar, sino aprender a escuchar sin interrumpir, a sostener la mirada sin juicios, a pronunciar las palabras con ternura, sin convertirlas en dagas arrojadizas.
—A veces temo que mis palabras no sean suficientes —dijo ella, bajando la mirada.
—A veces temo que las mías hieran sin querer —confesó él.
Se tomaron de las manos, sintiendo en ese gesto todo lo que aún no sabían expresar. La comunicación era un puente frágil que debían construir cada día, con paciencia, con amor, con la voluntad de entenderse más allá de las palabras y los gestos, poniéndose en el lugar del otro.
El viento dejó de murmurar entre los muros, la luna iluminó con su reflejo sereno la habitación, y el amanecer los encontró abrazados, con los corazones en paz. No había heridas que no pudieran sanar si el amor los guiaba y las palabras seguían tendiendo puentes entre ellos.
Marín Hontoria
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