UN DIA DE PRIMAVERA


La noche aún guardaba su aliento frío cuando el primer llanto del niño despertó el silencio de la habitación. Afuera, la primavera recién despertaba, pero dentro de aquellas paredes desnudas el tiempo parecía inmóvil. Su madre, agotada, lo sostuvo entre sus brazos con una mezcla de amor y resignación. Había esperado una niña, una pequeña que llenara de lazos y risas aquel rincón realquilado donde la vida avanzaba a empujones. Pero allí estaba él, un niño más, y su corazón, lejos de resentirse, se ensanchó con la ternura infinita de quien ha aprendido a amar sin condiciones.

No había lujos en su cuna improvisada, solo el calor de un hogar sostenido con mucho sacrificio. Su madre era un faro en medio de la incertidumbre, una mujer indestructible que no podía darse el lujo de enfermar, que se levantaba con el alba y se dormía con la certeza de haber dado todo por los suyos. Trabajadora incansable, se convertía en abrigo cuando el frío se colaba por las rendijas, en consuelo cuando las lágrimas amenazaban con ahogar la esperanza, en refugio cuando lo cobijaba bajo su delantal, en un milagro cotidiano que hacía de la carencia un nido seguro.

Los años pasaron como hojas arrastradas por el viento, y aquel niño, que había llegado sin ser esperado, creció bajo la sombra protectora de su madre. No había lujos, ni promesas doradas, pero sí el milagro de un plato caliente sobre la mesa, de una palabra de aliento cuando el mundo se tornaba áspero, de una mano firme que lo guiaba sin exigir nada a cambio.

Nunca se quejaba, no mostraba cansancio. Si alguna vez flaqueó, lo hizo en la intimidad de la noche, cuando nadie podía verla.

Él la miraba con la admiración callada de quien todavía no entiende el peso del sacrificio. Solo con los años descubriría cuánto había dejado ella en el camino, cuántos sueños guardó en un cajón para que él pudiera construir un futuro mejor.

El tiempo, ese viajero incansable, siguió su curso. La vida lo llevó por caminos distintos, pero su madre seguía presente en cada uno de sus pasos. A veces la encontraba en el aroma del pan recién horneado, en la calidez de un abrazo sincero o en el eco de una canción que ella tarareaba mientras hacía las tareas del hogar.

Llegó un día en que la cama quedó vacía. Su madre, aquella mujer que nunca se permitió el descanso, finalmente cerró los ojos y dejó que el tiempo la abrazara. No hubo grandes despedidas ni palabras finales, porque todo estaba dicho en cada uno de sus actos, en cada sacrificio silencioso, en cada caricia que el niño —ahora hombre— llevaba impresa en la piel.

El día que la despidió, el cielo se cubrió de un sol radiante, de esos que que calientan el verano. No lloró con amargura, porque entendía que ella no se iba del todo ya que siempre tendría un lugar en su corazón. Vivía en él, en su memoria, en sus gestos, en su manera de mirar el mundo con ternura.

Y así, cada 28 de marzo, cuando la brisa de la nueva estación acaricia la tierra y los brotes despiertan al sol, él cierra los ojos, la siente cerca, da gracias y sopla las velas del pastel. Porque su amor fue más fuerte que el tiempo y más firme que el destino.

Porque una madre no se va nunca.

Marín Hontoria



Comentarios

Jessica Rivera Cermeño ha dicho que…
Lo leí y lo sentí; que lindo escrito … es cierto; una madre siempre permanece 💕