Ferran estaba harto, muy harto. Sus padres lo habían apartado de su lado; sus razones tendrían. Su novia le era infiel con un tipo que coleccionaba figuritas de anime y, para colmo, se la liaba cada dos por tres: los celos la consumían y él tragaba. Su jefe le cargaba de trabajo extra, su casero le subía el alquiler cada seis meses y sus amigos se las arreglaban para que siempre pagara el pato.
—Tío, tienes que relajarte —le decía su amigo Dani—. Aprende a decir “me la suda” y pasa de todo.
Ferran lo intentó. Decidió cambiar su situación. La primera vez fue cuando su jefe le pidió que trabajara el fin de semana. Respiró hondo, lo miró a los ojos y dijo:
—Me la suda, no es mi problema. ¿Siempre tengo que ser yo?.
Su jefe lo fulminó con la mirada. Le extrañó su actitud, su falta de respeto, pero no lo despidió: hacía bien su trabajo. Solo gruñó y buscó a otro pringado para la tarea.
Animado, Ferran empezó a aplicarlo en otros ámbitos. Cuando su casero le notificó otra subida, respondió:
—Me la suda. Cuando cumpla un año de contrato, hablamos. Se acabó el cuento.
El casero parpadeó, sorprendido, y lo dejó tranquilo.
Incluso con su exnovia. Cuando la vio en un bar con el friki de las figuritas y ella intentó provocarlo, Ferran, sonriente, levantó su copa y dijo:
—Me la sudas tanto.
A la hora de pagar las consumiciones, se hizo el longuis y les tocó pagar a sus amigos.
Y fue en ese momento cuando ocurrió algo increíble: la frase cobró vida propia.
Cada vez que la decía, una brisa refrescante lo envolvía, como si el universo aplaudiera su despreocupación. Pronto, empezó a notar que su cuenta bancaria aumentaba misteriosamente y que la gente lo trataba con más respeto. Había dejado de ser el pagafantas.
Cuando un inspector de Hacienda llamó a su puerta, en lugar de entrar en pánico, Ferran simplemente murmuró:
—Me la suda. Reclamaciones por escrito.
El inspector se rascó la cabeza, confundido, antes de marcharse sin hacer preguntas, dispuesto a estudiar mejor el caso.
Era un superpoder. Un amuleto verbal.
Pero todo cambió el día en que, distraído, se miró al espejo y se susurró a sí mismo:
—Me la suda.
En ese instante, sintió un escalofrío. Su reflejo se desvaneció poco a poco, como si él mismo ya no importara.
Desde entonces, nadie volvió a verlo. Aunque hay rumores de que, en ciertos días de viento, se puede escuchar un leve susurro flotando en el aire:
—Me la suda...
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