El Último Farol


Cada tarde, cuando las sombras de la noche hacían su aparición, don Luis salía a pasear por su calle. Conocía cada rincón, cada grieta en la acera, cada sombra que los faroles proyectaban en las fachadas. Pero su calle ya no era la misma.

Antes, las voces de los vecinos llenaban el aire, los niños corrían sin miedo y el cartero saludaba a todos al pasar. Ahora, solo quedaban el eco adormecido de sus pasos, las luces frías de los coches que apenas se detienen y el ruido de motores.

Una tarde, al llegar a la esquina, vio que estaban quitando el último farol antiguo. Un operario le explicó que pondrían luces nuevas, más eficientes. Don Luis suspiró y siguió caminando.

Al día siguiente, la calle amaneció más brillante, pero él la sintió más oscura que nunca, cambiadas las sombras.

Esa tarde salió de nuevo, pero algo era diferente. La luz blanca y fría que iluminaba sus pasos lo hacía sentirse extraño, como si caminara por un sitio desconocido. Se detuvo frente a la panadería, que ahora tenía un cartel de "Se alquila". Suspiró.

Se sentó en un banco cercano y cerró los ojos. En su mente, la calle recuperó su antigua vida: las voces de los niños, el saludo del sereno en la noche, el aroma del pan recién horneado de madrugada. Sonrió, sintiendo por un momento que todo seguía ahí, intacto en su memoria.

Cuando abrió los ojos, una niña estaba a su lado.

—¿Por qué está triste, abuelo? —preguntó con curiosidad.

Don Luis sonrió.

—No estoy triste, pequeña. Solo estaba recordando cómo era esta calle hace muchos años.

La niña se sentó junto a él, mirándolo con atención.

—¿Y cómo era?

Él le contó sobre los juegos en la acera, los vecinos charlando en las puertas, el sereno con su bastón y su llavero sonoro. La niña escuchaba fascinada.

—Ojalá hubiera vivido aquí entonces —dijo al final.

Don Luis la miró con ternura.

—Aún puedes hacerla tuya —dijo—. Solo necesitas llenarla de risas y vida otra vez.

La niña se quedó pensando. Luego, sin decir nada, se levantó y empezó a saltar sobre las baldosas, inventando un juego. En unos minutos, otros niños se unieron. Primero fueron dos, luego tres, luego cinco. El murmullo de risas y pasos comenzó a llenar el aire.

Los vecinos, sorprendidos, miraban desde las ventanas. Una mujer mayor, que siempre pasaba con prisa, se detuvo a observar. Un joven que cruzaba con auriculares en los oídos sonrió al ver el juego y decidió quedarse un rato observando.

Don Luis sintió algo cálido en el pecho. No era la misma calle de antes, no eran los mismos tiempos, pero tal vez, solo tal vez, aún quedaba un poco de vida en ella.

Se puso de pie con esfuerzo y caminó hasta la esquina. Miró hacia arriba. Donde antes estaba el viejo farol ahora brillaba la nueva luz blanca. Suspiró, pero esta vez no con tristeza.

De pronto, una luz diferente comenzó a brillar en su corazón. No venía de los faroles, sino de las ventanas abiertas, de las voces que empezaban a mezclarse en la calle, de los vecinos que salían a compartir una palabra, un saludo, una sonrisa, mientras recogían a los niños preparada la cena.

Esa noche, por primera vez en mucho tiempo, Don Luis no sintió nostalgia. En cambio, supo que, aunque las calles cambien, siempre habrá quienes las llenen de vida de nuevo.

Con una última mirada a su alrededor, se alejó caminando, sabiendo que su calle, su hogar, seguía latiendo.

Marín Hontoria


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