CUANDO HABLAN LOS SILENCIOS

Isidro recordaba aquellas misas largas de su infancia, sentado entre sus padres, bajo la luz multicolor de las vidrieras de la basílica de Santa María del Mar.
Su madre rezaba en silencio, apretando el rosario entre los dedos, mientras su padre, más ausente, se limitaba a inclinar la cabeza en los momentos clave.
Nunca hablaban de política en casa. No era permitido. No era seguro.
“Come y calla”, decían las miradas, más que las palabras.

De joven, ese silencio le quemó las entrañas.
En la universidad, en los sótanos donde se conspiraba contra el franquismo, encontró voces que gritaban lo que en su casa se susurraba.
Creyó, por primera vez, que cambiar el mundo era posible.
Gritó con ellos. Marchó en manifestaciones prohibidas. Distribuyó panfletos bajo amenaza de cárcel.
Cayó su piso, y tuvo que dejar su casa, sus estudios y pasar a la clandestinidad, truncado su futuro.
Esperaba que la caída del dictador sería también la caída del miedo, de la injusticia, de la mentira; que se abrirían, por fin, las grandes alamedas de la libertad.

Pero el dictador murió, y el miedo dejó pasó a los sueños de poder.

Las mismas manos que empuñaban banderas de libertad firmaban ahora pactos en despachos grises.
La revolución se vendía a plazos, como todo lo demás.
¡Qué decepción!

Durante años, Isidro caminó sin fe.
Ni en dioses, reyes ni tribunos.
Ni en la posibilidad de redención.

Hasta aquella tarde, ya en sus cincuenta, cuando por puro azar —o quizás, seguramente, por una necesidad más honda— entró en aquel pequeño centro de barrio donde ofrecían un curso de sanación energética basado en la meditación.
Al principio sonrió, escéptico. ¿Energía? ¿Canalizar la vida a través de las manos? ¿Conectar con algo más allá de la carne y de la materia?

Pero entonces ocurrió.
No una iluminación repentina.
No una voz divina.
No un trueno.

Solo el descubrimiento de una vibración imperceptible, como un río subterráneo que siempre había estado allí, un vacio sin nombre, bajo todo el dolor ante tanta injusticia, bajo todo el silencio frente al ruido exterior.

Entendió, sin palabras, que el mundo no se cambia gritando ni combatiendo, sino despertando conciencias.
Que la verdadera revolución era interior.
Que el camino empieza en uno mismo, en el ejemplo de vida que se transmite en cada paso, en la capacidad de superación.
Y que aún estaba a tiempo.

El cambio no fue inmediato. No hubo un día exacto, ni una revelación definitiva.
Fue más bien como el lento desperezarse de una tierra tras el invierno.
Isidro empezó por cosas pequeñas.
Por escuchar de verdad cuando alguien hablaba, sin juzgar.
Por no levantar la voz aunque el impulso le ardiera en la garganta.
Por ofrecer ayuda sin esperar reconocimiento, sin medir los resultados.

Así descubrió que sus viejos ideales de paz, de respeto, de hermandad entre los hombres no eran una utopía perdida, sino una brújula más necesaria que nunca.
Que cada acto consciente, por diminuto que fuera, era una semilla.
Y que el tiempo del sembrador no era el tiempo de la cosecha, pero sí el de dar sentido a la vida.

Mientras regresaba a casa, con el sol ocultándose sobre las calles antiguas de Barcelona, sintió que caminaba ligero.
Sin cargas.
Sin cadenas.
Solo una certeza viva latiendo en su pecho:

La consciencia, el despertar no era para unos pocos elegidos.
Era para todos.
Y ya había comenzado.

Marín Hontoria

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