A veces, el conflicto llega como un choque de trenes. No hay señales claras, solo una colisión inevitable. Y después, el silencio. ¿Qué hacemos con el dolor cuando la distancia se instala entre quienes alguna vez fueron inseparables?
Un día, sin saber bien cómo ni cuándo empezó todo, colisionamos. No fue un golpe seco, fue una colisión lenta, progresiva, inevitable. Como dos trenes cargados de viejas heridas, de palabras dichas sin pensar y de otras que callamos durante demasiado tiempo. Y cuando chocamos, no solo salimos despedidos de la vía: nos convertimos en prisioneros. No de una celda visible, sino de nuestras propias razones, de nuestros orgullos enquistados.
Mi hermano —mi compañero de juegos, de secretos en voz baja, de travesuras compartidas— decidió apartarse. Me borró de su mapa emocional como si nunca hubiéramos tenido una infancia de la mano, como si no hubiéramos crecido juntos. Se ofendió por mi actitud, lo reconozco. Tal vez le fallé. Tal vez no supe estar, no supe callar, me sobrepasé al decir, no supe pedir perdón a tiempo. Pero él renunció a tender un puente, eligió el silencio como escudo y la distancia como castigo.
Desde entonces estamos huérfanos, lo que me pesa aún más. Porque cuando los padres se van, algo en nosotros queda desnudo, más vulnerable, más necesitado de esa familia que aún queda en pie. Pero él no lo ve. O no quiere verlo. Prefiere vivir aislado en su pequeño mundo.
Los años han pasado, pero en su corazón la herida sigue abierta. Como si las discusiones fueran más grandes que la pérdida. Como si el pasado doliera tanto que no se permitiera soltarlo. A veces llueve en mi corazón. Me inunda la tristeza de esta separación que no tiene sentido, este abismo entre nosotros que solo él insiste en mantener. Se mantiene congelado en el tiempo, incapaz de abrir la puerta, dejar de lado la rabia, el dolor, y propiciar un acercamiento, encontrar una solución.
Me cuesta entenderlo. Yo no tengo rabia, pero conociéndolo puedo entender su reacción, su cerrazón. Solo una tristeza profunda me invade: el recuerdo de mis padres, de su ejemplo, una nostalgia de lo que fuimos, de lo que podríamos ser si él se diera una oportunidad. Si se la diera a sí mismo.
Hermano, si alguna vez algo te sacude por dentro, te pido: no dejes que el dolor se enquiste. No dejes que se vuelva una espina tan honda que te impida caminar. No permitas que lo que ocurrió defina el resto de tu vida, ni la mía.
Porque al final, lo que nos salva no son las razones, sino los gestos.
El amor no se mide por la ausencia de conflicto, sino por la voluntad de regresar.
De tender la mano incluso cuando tiembla.
El tiempo no espera. Y cada día que pasa es un día menos para sanar, para reencontrarnos, para abrazarnos sin palabras y simplemente decirnos: "Aquí estoy. A pesar de todo, aquí estoy."
Porque aún hay un sitio para ti en mi vida. Siempre lo hubo. Y siempre lo habrá.
Siempre estamos a tiempo de volver.
Siempre.
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