EL VIAJE DE ROGELIO
Rogelio tenía once años
cuando montó por primera vez en la mula Lucera para acompañar a su padre a
vender garbanzos al pueblo vecino que era más grande. Salieron al amanecer, con
la escarcha aún aferrada a los ribazos y los dedos entumecidos de frío. Su madre
les metió en la alforja un trozo de hogaza, tocino envuelto en papel, un poco
de queso en aceite, unas manzanas, el botijo y una bota con vino aguado.
—No hables más de la cuenta
—le advirtió su padre—. Mira y aprende.
Durante dos días cruzaron
montes y barrancos, evitando los tramos embarrados y durmiendo al raso
contemplando las estrellas. Al llegar al pueblo con su estación de tren,
Rogelio se quedó mirando las luces eléctricas como si fueran luciérnagas
domesticadas. Por primera vez vio un escaparate, una bicicleta brillante y un
cartel de cine con mujeres pintadas, pero lo que más le llamó la atención fue
esa máquina de hierro humeante de la que bajaba y subía mucha gente cargada de
bultos.
Vendieron el grano,
compraron sal, jabón, un vestido de cuadros para su hermana y un saco de harina
blanca, “de la buena”.
De regreso, mientras la mula
avanzaba cansina, Rogelio preguntó:
—¿Tú crees que yo viviré
aquí siempre?
Su padre no respondió. Solo
apretó el paso y murmuró:
—Lo importante es que sepas
de dónde vienes, y no olvides tus raíces.
Aquel invierno, la nieve
encerró el pueblo durante semanas. Los caminos se borraron y el silencio crujía
bajo los cascos de las caballerías. Rogelio ayudaba a su madre en la cocina,
llenaba la tinaja con el agua que traía de la fuente, pelaba ajos o cuidaba del
fuego y removía la olla con cuidado.
Ella preparaba lentejas con
chorizo y morcilla, de las que aún quedaban colgadas en la despensa. El olor se
pegaba a las paredes, al delantal y a la memoria. El caldo espeso y humeante
llenaba más que el estómago: reconfortaba el alma.
Mientras las lentejas
borboteaban, su madre canturreaba coplas antiguas. A veces, entre versos,
contaba historias de sus abuelos, de veranos de trilla y nevadas de antaño. Y
Rogelio, con las mejillas enrojecidas por el fuego, escuchaba en silencio.
Soñaba con trenes, sí, pero
mientras tanto, se hizo fuerte entre el humo, el pan caliente y aquella voz
templada que, cucharón en mano, tejía calor contra el mundo hostil.
Ya llegaría el tiempo de la
espera, de ver avanzar a lo lejos el tren negro, brillante al sol de mediodía,
dejando una estela de humo grisáceo bailando con el viento tras de sí. El mismo
tren que, torciendo caminos, lo llevaría hacia un futuro incierto empujado por
el hambre, lleno de miedos y al mismo tiempo poblado de esperanzas de un futuro
mejor.
—Lo importante es que sepas
de dónde vienes, y no olvides tus raíces.
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