Las cucarachas
El aire espeso y
asfixiante del cuartel de Regulares de Tetuán número 11 en Ceuta parecía
cargado de un oscuro presagio. Desde el primer día, Isidro se sintió atrapado
en un sombrío laberinto, donde las cucarachas, criaturas siniestras y temibles,
reinaban con implacable dominio. No eran simples insectos; eran monstruos que
acechaban en las sombras y habitaban en los rincones más oscuros del cuartel.
La desolación del lugar y
la hostilidad de los mandos convirtieron la instrucción en un verdadero
infierno. Los veteranos disfrutaban con macabras novatadas y dejaban a los
reclutas cargar con las guardias y servicios más pesados y agotadores. Las
noches eran un desafío incesante contra los chinches que se alimentaban de su
sangre, a pesar de que cada mes se quemaban con soplete los muelles y juntas de
los somieres metálicos en los que se escondían, pero eran las cucarachas
quienes inspiraban un terror inimaginable.
Las cucarachas, de
tamaños monstruosos y movimientos rápidos, parecían salir de las pesadillas más
horripilantes. Invadían el cuartel en la oscuridad de la noche, arrastrándose
por los pasillos y volando aterradora y silenciosamente de un lugar a otro.
Nadie estaba a salvo de su presencia repugnante.
Una noche, mientras Isidro
estaba en su turno de guardia en el fortín del Monte Hacho, el horror alcanzó
su punto máximo. Situado en la correspondiente caseta de vigilancia, la luna,
perezosa, se escondía entre las nubes y se resistía a salir sin su corte de
estrellas. Isidro se disponía a pasar las 6 horas reglamentarias cuando el
cansancio acumulado del día y la oscuridad de la noche lo sumieron en un estado
de duermevela. Sin saber el tiempo que transcurrió, sintió que algo se movía en
su cabeza, además de notar en sus brazos un cosquilleo desconocido. Cuando fue
capaz de abrir los ojos, no pudo dar crédito a lo que veía: en un instante, su
caseta de vigilancia se había convertido en un escenario de pesadilla. Por un
agujero en el suelo, una marea de cucarachas emergía y comenzaba a cubrir su
cuerpo, desesperadas por invadir cada centímetro de su ser.
La sensación de miles de
patas reptando sobre su piel hizo que su cordura flaqueara. Intentó en vano
deshacerse de ellas, pero eran implacables buscando entrar por sus orificios más
vulnerables. Mientras el dolor y la repugnancia lo invadían, sacó su fusil de
asalto y disparó frenéticamente, pero era inútil, aunque la alarma estaba dada.
El hedor de la pólvora se mezcló con el olor nauseabundo de las cucarachas,
creando un ambiente aún más opresivo.
Su compañero de guardia, en
la siguiente caseta, también se vio atrapado en la misma pesadilla, y la
desesperación lo llevó a saltar al vacío desde las almenas del fuerte. Isidro
no sabía si lo que veía era real o producto de su propia locura.
Sin perder un momento,
prendió fuego a una pequeña libreta que llevaba consigo con la que ahuyentó a
las cucarachas de su cara. Encendió varios cigarrillos de golpe para tratar,
con el humo, de liberarse de los insectos que lo estaban colonizando y, como
alma que lleva el diablo, salió corriendo desesperado hacia las duchas,
esperando que el agua lo librara del horror que estaba viviendo. No pudo
llegar, tropezó y una vez en el suelo, todo fue oscuridad, pero el tormento no
terminó allí. Las cucarachas parecían multiplicarse y clavarse en su piel como
miles de agujas afiladas provocando hinchazones en su lengua, garganta y la
totalidad de su cuerpo. Se mareó, le costaba respirar y empezó a vomitar. Por
último, sufrió una reacción inmunitaria severa, generalizada, potencialmente
mortal, que lo dejó fuera de combate.
Cuando despertó en el
hospital días después, supo que había sobrevivido a un infierno real. El
ejército había luchado contra las cucarachas con todas sus armas, como si
fueran enemigos invasores, especialmente con los lanzallamas y la pólvora. Pero
el terror y la angustia que vivió Isidro nunca se desvanecieron por completo.
A partir de entonces, el
recuerdo de esa noche terrorífica lo persiguió en cada instante de su vida. No
podía escapar de las cucarachas, que seguían hundiéndose en su mente y en sus
pesadillas más oscuras. Su alma se convirtió en un campo de batalla donde la
cordura y la locura luchaban sin tregua.
Los compañeros que
sobrevivieron, a pesar de haber cumplido con su deber como soldados, quedaron
marcados para siempre. Algunos se perdieron en la oscuridad de sus mentes,
mientras que otros se convirtieron en sombras de sí mismos, esperando
servilmente las órdenes de aquellos que los habían transformado en meros
autómatas.
En aquel rincón olvidado
de la historia, la verdadera batalla no fue contra invasores externos, sino
contra los demonios internos que se alimentaban del miedo y la vulnerabilidad
de los jóvenes soldados, arrastrándolos a un abismo del que nunca podrían
escapar.