sábado, 2 de diciembre de 2023

UN TRANVÍA LLAMADO DESTINO

 


En el extremo de la ciudad, donde las calles adoquinadas llevaban la historia de generaciones pasadas traspasando fronteras artificiales, existía un antiguo tranvía. Sus rieles brillaban con el desgaste del tiempo, su campana resonaba como un eco melancólico que recordaba a todos la inevitabilidad del curso de la vida, al tiempo que nos llamaba a emprender un viaje en el que no sabíamos ni quién lo conducía ni cuál sería la compañía.

Este tranvía, llamado "Destino", tenía la peculiaridad de recorrer un camino con origen y final, pero siempre volviendo al punto de partida. Nadie sabía quién lo construyó ni por qué, pero se decía que era un reflejo de la vida misma, un recordatorio de que, sin importar cuánto avancemos, siempre regresamos a nuestras raíces.

Había un grupo de pasajeros regulares que subían a bordo de "Destino" cada día. Entre ellos estaba Clara, una mujer de cabellos plateados que había vivido muchas estaciones de la vida. Ella abordaba cada trayecto con una mezcla de resignación y sabiduría, reconociendo que cada viaje era una oportunidad para reflexionar, a menudo en silencio, mecida por el traqueteo del tranvía, sobre las elecciones hechas y las que aún quedaban por hacer. Recordaba a sus padres sentados a su lado, la raíz de su existencia, los cimientos sobre los cuales construyó su vida.

En un asiento cercano siempre se sentaba David, un joven soñador con ojos llenos de esperanza. Los hijos de David, sentados un poco más adelante, simbolizaban la continuación de su legado y las responsabilidades que conlleva guiar a las generaciones futuras. Algunos amigos, dispersos por el tranvía, subían y bajaban en las estaciones con risas compartidas y apoyo mutuo en los momentos tristes.

A medida que "Destino" avanzaba por sus rodados raíles, cada pasajero enfrentaba desafíos y oportunidades. Algunos bajaban en estaciones que parecían idílicas, encontrando amor, éxito o alegría. Otros enfrentaban tiempos difíciles en estaciones sombrías de pérdida, dolor o desilusión.

Clara, David y sus compañeros de viaje compartían sus historias a lo largo del trayecto. Clara le enseñó a David sobre la inevitable dualidad de la vida, la mezcla de momentos felices y tristes que componen nuestra existencia. Le habló de la necesidad de ser responsable de sus actos y del pago de sus deudas para alcanzar un estado de paz que le permitiera disfrutar del viaje. David, a su vez, inspiró a Clara con su capacidad de encontrar belleza incluso en las estaciones más sombrías, de no perder la esperanza cuando la oscuridad nos alcanza y no nos permite ver por la ventana las maravillas del paisaje: árboles, edificios, campos, ríos, montañas lejanas… También tu propia cara, reflejada en el cristal, cuando el sol queda a un lado.

A medida que los años pasaban, el paisaje cambiaba a su alrededor. Unos edificios se levantaban y otros desaparecían, las estaciones florecían y se desvanecían, los pasajeros iban y venían. Sin embargo, el tranvía "Destino" seguía su curso circular, siempre recordándoles que lo importante del viaje no es solo el destino final, sino el viaje en sí mismo.

Un día, cuando Clara y David eran los únicos pasajeros a bordo, el tranvía llegó a su estación final. Mientras descendían, Clara sonrió con gratitud y David miró al horizonte con una serenidad que solo se encuentra al aceptar el curso ineludible de la vida.

En la estación, "Destino" esperaba para comenzar otro viaje, recogiendo a nuevos pasajeros que comenzarían su propia travesía. La historia del tranvía, como la vida misma, continuaba, un ciclo eterno de experiencias, lecciones y descubrimientos. Los compañeros de viaje, en sus lugares designados, compartían la certeza de que, aunque el destino final era desconocido, el trayecto estaba lleno de significado.

El viaje continúa, lleno de desafíos, sueños, fantasías, alegrías, tristezas, esperas y despedidas. Hagamos que nuestro viaje en este tranvía tenga significado, que haya valido la pena. Vivamos de manera que cuando llegue el momento de su final, nuestro asiento vacío, deje algo más que bonitos recuerdos a los que continúan viajando en el Tranvía de la Vida.

 

jueves, 30 de noviembre de 2023

EL TRANVÍA

 

Siete y media de la mañana, el despertador suena, marcando el inicio de un nuevo día para Isidro. Mecánicamente, apaga el despertador guiándose por el sonido. Aunque la habitación está sumida en la penumbra, Isidro, de nueve años, conoce cada rincón sin necesidad de abrir los ojos. Levantarse temprano sigue siendo un desafío para él. Remolonea en la cama antes de rendirse al despertar y enfrentar un día que se presenta complicado, con un examen de matemáticas que le atormenta.

El temor a los problemas de matemáticas le provoca un nudo en el estómago mientras se viste. En el baño, los amagos de arcadas lo asaltan, y solo el reconfortante aroma del Agua del Carmen, guardada por su abuela en una alacena, puede calmar su malestar.

Con libros y libretas en mano, Isidro repasa sus apuntes antes de salir. Apenas toca el desayuno que su abuela ha preparado, pero se lleva consigo un bocadillo de pan con mantequilla y azúcar para cuando salga al patio.

A las ocho y cuarto, bien abrigado, sale de casa en dirección al tranvía que lo llevará a su colegio en San Adrián de Besós. Aunque diciembre trae consigo un frío intenso, hoy el sol se ausenta, y las nubes dibujan una alfombra en el cielo que se desliza suavemente. Isidro se encamina hacia la parada del tranvía, consciente de que a esa hora suele estar lleno y de que nunca sabe cuándo llegará. La puntualidad es primordial para él.

El sonido de la campana anuncia la llegada del tranvía. El cobrador, conocedor de los habituales, cobra solo la mitad del billete, sabiendo que pronto llegará al final del trayecto. Cuando el revisor espera en la siguiente parada para pedir los billetes, el conductor le avisa y rápidamente los reparte. En el siguiente viaje recuperarán las perdidas.

El tranvía, de los años sesenta y sin puertas, avanza con un suave bamboleo. Isidro, en un intento por impresionar a una niña que le gusta, imita a algunos que bajan con el tranvía en marcha. La tímida expresión de sus sentimientos se ve truncada por una caída embarazosa. A pesar del ridículo, Isidro rechaza la ayuda y se dirige al Sagrado Corazón de Jesús, limpiándose la ropa y evaluando los rasguños en su codo.

En el colegio, la sirena suena para entrar, y la rutina se despliega: formar filas en el patio, clase por clase, el himno nacional, el izado de la bandera y el ascenso ordenado a las aulas que debería ser en silencio. Antes de entrar en clase, Isidro corre al lavabo, lidiando con las arcadas. Sin tener nada en el estómago, con mucho esfuerzo, puede devolver un poco de bilis. Luego, se enfrenta al examen con la atención puesta en las preguntas teóricas y los desafiantes ejercicios.

A medida que sus compañeros terminan, salen al patio, pero Isidro prefiere quedarse hasta el final, esperando una inspiración que pocas veces llega. Al salir, se une a sus compañeros para comentar las respuestas, prefiriendo no conocer las soluciones hasta que salgan las notas. Mucho más tranquilo disfruta de su bocadillo antes de continuar las clases del resto de la mañana.

A la salida, se encuentra con Antonio, con quien comparte el trayecto en el tranvía. Isidro se baja en la parada del Besós, mientras Antonio desciende en la Maresma. El día de Isidro, entre desafíos matemáticos y pequeñas recompensas, continúa su curso, esperando que sus esfuerzos valgan la pena al conocer los resultados y pueda volver a ver a la niña del tranvía.