EL
MIEDO
En
las horas sombrías de la noche, cuando las estrellas se ocultan y la luna
arroja su pálida luz sobre la habitación, algo siniestro se cierne en la
incipiente oscuridad. No puedes dormir, presientes en la penumbra de la
habitación la amenaza que acecha. Allí, en la silla donde la ropa se amontona,
una presencia inquietante toma forma y una figura inmóvil y aterradora te
observa con ojos sin parpadeo.
El
miedo se apodera de tu ser, como un frío soplo de la tumba, y el presentimiento
de que un mal innombrable está a punto de desencadenarse te envuelve.
Aterrorizado, te cubres con la sábana hasta la cabeza, sumergiéndote en un
mundo de oscuridad e incertidumbre. Sus latidos retumban en tus oídos, y su
aliento es un susurro nervioso en la negrura de la noche.
¿Habrá
desaparecido la terrorífica figura? Con un coraje vacilante, bajas lentamente
la sábana, tu corazón palpita en un ritmo frenético. En la habitación en
tinieblas solo ves la ropa desordenada sobre la silla. Un suspiro de alivio se
asoma en tus labios pálidos, y la sangre recupera su fluidez.
Sin
embargo, el alivio es efímero, ya que un sonido desconocido, un susurro que
rasga las sombras, hace saltar todas las alarmas. De las profundidades de la
penumbra, el espectro reaparece, con una presencia inquietante que se retuerce
y se estira como las sombras mismas. Un baile de sombras en la pared agrega un
aspecto inquietantemente fantasmagórico a la escena, mientras luchas por
comprender la naturaleza del peligro que acecha.
El
miedo, ahora una entidad palpable, te embarga por completo. Sin detenerte a
razonar, huyes de la habitación, corriendo como alma que lleva el diablo.
Buscas refugio en el último rincón de seguridad que conoces: la habitación de
tus padres, donde la luz de una lámpara parpadeante intenta repeler la
oscuridad invasora.
La
noche, sin embargo, está lejos de haber revelado todos sus secretos. En los
susurros del viento y en la danza de las sombras, una verdad inquietante
aguarda, una realidad que desafía la razón humana y se oculta en los rincones
más oscuros de la mente.
El
niño crece acompañado de sus miedos y sus pasos inseguros sembrarán su camino
de desafíos a vencer.
Cuando
la negrura del cielo se cierne sobre la ciudad y las sombras se alargan como
tentáculos, un extraño se acerca sigilosamente. Sus pasos, apenas audibles,
rompen el silencio opresivo que envuelve la calle. Sin rostro definido, un
susurro helado en la brisa nocturna se deja oír.
El
extraño, un ser misterioso e insondable, te aborda con la simple pregunta de la
hora. La penumbra de la tarde se ha desvanecido, las manecillas del reloj
marcan las 20:35, y lo informas con voz temblorosa. Pero su atención no está en
el tiempo, sino en el reloj que cuelga de tu muñeca, una pieza singular que no
pasa desapercibida.
Un
elogio sutil se escapa de sus labios sin forma, y sus ojos ocultos por las
sombras no pueden apartarse del reloj que llevas. ¿Por qué no me lo das?,
susurra con una voz que es más un eco distante que un sonido real. Intentas
explicar que este reloj es tuyo, un regalo preciado que has atesorado con
cariño. Le sugieres que busque otro en otro lugar, pero su insistencia es
inquebrantable.
Con
un tono siniestro, te advierte que sería prudente entregarlo de buena gana,
insinuando consecuencias nefastas si no lo haces. El miedo, como un veneno
oscuro, se extiende por tu ser. Sin pensarlo dos veces, como si te persiguiera
una entidad infernal, te lanzas a la huida.
Las
calles oscuras se convierten en un laberinto de pesadillas mientras el miedo te
da alas y fuerzas sobrehumanas para llegar a un portal cercano. Subes
precipitadamente las escaleras hasta el último piso, agudizando todos tus
sentidos en busca de algún rastro del perseguidor. Te sientas en el rellano
mientras tu corazón late desbocado, las náuseas amenazan con ahogarte, pero te
aferras a la esperanza de que el extraño no pueda alcanzarte. Por suerte, en
ese momento, el silencio es tu aliado y no se oyen señales de su presencia.
Tras
una espera agónica, te atreves a aventurarte una vez más en las calles. El
temor sigue siendo tu compañero constante, como una sombra que te sigue a cada
paso. Durante días, al salir de casa, te acompaña la inquietante sensación de
que el desconocido acecha en alguna esquina, como un fantasma que solo espera
su oportunidad para cruzarse de nuevo tu camino.
Somos
descendientes de una generación sumida en una profunda oscuridad poblada de
miedos que heredamos. El miedo, inmutable, nos acompaña tanto en tiempos de
guerra como en tiempos de paz. Miedo a la incesante amenaza del hambre y la
implacable sombra de la pobreza. Miedo a la imprevista adversidad mientras luchamos
contra su influjo en busca de un atisbo de dignidad, Sin embargo, el miedo a
carecer, a no tener suficiente, y la aversión al riesgo nos paralizaba y nos
impedía abrazar el presente con la plenitud que merecía. Las noches en vela se
tornaban un campo de batalla interno, donde el temor a las cuentas por pagar y
la incertidumbre financiera acechaban como criaturas sobrenaturales en la
penumbra. El miedo, con su abrazo gélido, arrojaba un espeso velo sobre el
claro cielo que parecía invitar a la libertad, una libertad que parecía tan
esquiva como el agua que se escapa entre los dedos, al igual que los sueños de
paz y sosiego que tememos perder.
El
miedo es la sombra que oscurece el camino a la libertad, cuando la libertad nos
da miedo.
Marín
Hontoria